Aquí me encuentro, de nuevo, un día más. Miro por la ventana. Ni siquiera llueve... el locus amoenus parece ser que solo ocurre en las películas de historias prefabricadas. Pero eso da igual porque, así, mirando hacía la esquina más recóndita del bloque de edificios de enfrente, me imagino finos hilos de agua que caen desde arriba. Incluso, si me concentro y entorno los ojos, parece que son reales, parece que no los inventa la mente.
«No es real» «Y tú qué sabes» «Sabes que no es real» «Ya nada de eso importa»
Y, así, jugando entre la verdad y la apariencia... los sueños semejan reales, la realidad se me antoja dormida.
La lluvia solo es excusa, mera patraña. Mi mente a veces es más lista que yo misma. Se adelanta. Va dos pasos por delante de mi consciente, creando así realidades fugaces como escapismo a verdades no dichas.
Es curioso que precisamente sea la lluvia quien hile toda esta historia. Esa lluvia húmeda, mojada, triste, constante, lacrimógena y embelesada.
Soy lluvia, lluvia que cae, lluvia que rebota y se amontona, lluvia revoltosa, lluvia pasajera, lluvia mansa y cautelosa, lluvia... y solo eso lluvia.
Y es que siempre vuelve aunque no la llames; así, impermeable e indestructible, tan mutable como irreconocible. Pero no deja de ser agua, pero no dejo de ser yo. Así es mi mejor virtud y peor condena al mismo tiempo: lluvia... sencillamente lluvia que cae.
Lluvia que juega entre lo que es y lo que no es.